Reflexiones

HABITAR EL ESPÍRITU

Dios quiso mostrarse por los caminos neuquinos en huellas más que milenarias, por alturas y nieves, por aguas y desiertos. Vivo aquí, en esta tierra misteriosa y siempre abrazadora de tantas gentes; donde Oseas se hace preciso y donde la profecía da a luz corazones nuevos y bellos.

En este lugar que habito a veces se detiene el tiempo y la novedad de Dios se abre como ramo de luz que agita todo impedimento, toda sombra, toda inmensidad, para hacerme pequeña y volver a interpelar los sueños.

La vida en el espíritu eso que llamamos nuestra espiritualidad y que lleva por dentro ese insistente deseo de plenitudnos llama a veces desde lo aún desconocido y las búsquedas se hacen por terrenos escarpados, por las bardas intransitables, entre espinos.

Y cuando camino por los sitios de la inmoralidad, allí donde la pobreza bordea el escándalo y el hambre se hace nido en los pequeños ─en esos lugares donde sólo llega el olvido y la indiferencia─ justo ahí, se inicia esa luz de ojos vivos. Allí, el fiat de la que rasgó el velo resume todos los verbos acunados por los siglos.

Subo hacia el Cristo de 12 metros de alto clavado en el Balcón del Valle. La ciudad de muchas gentes hace ejercicios a su alrededor. Resulta inevitable pensar que habitando la cruz de alguien se expande el milagroso silencio de Dios y renueva promesas sin distancias. Es la acción más plena de la misericordia. Sin embargo, para que esto sea realidad en mi vida, debo entrar en mis oquedades. En el colmo de mi soledad ─que arde al no poder mirar mis propias miserias desde un corazón pausado─ debo recordar que Jesús se sigue deteniendo ante mí, se sigue inclinando y sigue escribiendo en el suelo con el dedo para perdonarme una vez más. Hoy, ¿cuántas veces me detuve, me incliné y pude habitar la cruz de alguien que se cruzó en mi caminata?

Le digo una vez más en silenciosa oración que lo necesito aquí donde las sombras se estremecen y mi soledad no calla, en la raíz de la piedra, con su forma y su frío, donde estallan los ecos del silencio. Entonces me levanto para comprobar que El eligió los clavos.

Este ir y venir de árbol que sufre la poda cada otoño, este aprendizaje doloroso, me lleva a la aceptación de mí misma, me planta ante mis fragilidades expuestas y mis raíces quebradas de exilio. Es cuando veo y puedo compadecerme ante miles y miles de vivientes que emigran buscando hacer pie en la providencia.

Y también, pisando en conciencia las tierras de originarias voces, puedo tocar la vida regada por el rakisuan, esa manera de ser de los pensamientos que se propagan con la fuerza de los buenos. Porque en el preciso instante de la verdad ignorada, en tiempo de vacíos interminables y del hambre de sentido, allí también se clava la Cruz y el werken hace escuchar llantos y latidos.

Voy bajando al llano del asfalto y las avenidas. Me cruzo con los colores de las camperas apretadas por el frío y con varias miradas. Algunas personas distraídas, otras conversan, otras y son muchas, tienen la cabeza gacha mirando al piso del celular. Así y todo y sin embargo, crece la vida espiritual, tal como crece la vida en abundancia. Me siento en red, soy en red, desde una virtualidad que pide presencia desde espacios insospechados.

Me repito interiormente que el mensaje no es nuestro, que apenas somos portadores. Que se hace inmenso, ilimitado, que debe ser preciso. Desde su profundo misterio, la verdad, la bondad y la belleza imponen valentía creativa, al decir de Francisco. La Palabra viaja desde la inmediatez para amasar esperanza. Siento que es la dueña de la mayor aventura jamás vivida. Me hago su cómplice.

Y sigo caminando en este vivir en esta tierra, en mi pobre kronos, traspasada de cruces y de cielos, me lleva a desear las cumbres para entrar en la definitiva esperanza de un kairós. Porque al encontrarme en la Cruz de Jesús y compartiendo sus comidas, puedo dar vía libre a la Eternidad, allí donde la parusía se llena de misterio insondable.

Solum in adoratione comprobé que puedo extasiarme como en un vibrante insomnio sin fin, acunada en su Luz llena de matices arrobados por los siglos. En el silencio de su cuerpo, piel de pan que me nombra. En la blanca aurora que como sueño de agua se derrama por las aristas de su nombre y desde la redonda luna retumba. Extasiada en la Luz.

Respiro desde su Gracia que me dice: sólo la libertad y la dignidad plena en esta tierra puede poner proa a la trascendencia definitiva que vuela y se esparce en las playas del Cielo.

Y esta tierra es el Reino. En el lugar que piso, que habito y amo. Donde veo su mano extendida y poderosa sembrando mañanas y es su aliento encendido el que hace florecer las entrañas.

LC

Nota publicada en Revista Criterio en junio 2022

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